MAPA DE MEMORIAS PARA LLLEGAR A LA PLAZA
Antes que nada llegue usted a la casa de Pedro y suba a saludarlo para que al salir, el destino le quede a mano izquierda.
Afine el olfato y siga por el camino del aroma a café, sin detenerse demasiado a ver cómo dos hombres intercambian, disimuladamente, misteriosos objetos. Tampoco se distraiga demasiado con los murales, en realidad los temas son comunes, sólo hacen gala de su derecho ciudadano sobre el corredor peatonal. Si no consiguiera resistirse al antojo, pida el café para llevar, y mientras lo preparan, cruce la calle en la esquina, para comprar hilo de nylon para caña de pescar. Pague su café, cruce la calle de nuevo y continúe doscientos metros hacia el norte. Si tuviera espíritu de contradicción y decidiera no cruza la calle y seguir por la derecha, disperse a tiempo el antojo del tambor que deseaba comprar, aquel que, con balines que se arrastran sobre el parche, imita el rumor del océano, pues sentirá el deseo de preguntar cuánto cuesta. Al salir de las tiendas de instrumentos musicales que ya se avecinan, habría perdido de vista la cadencia del paso que le guiaba hacia el desembocadero.
Quizá pudiera compra apenas algún pincel barato antes de virar hacia el poniente, o subir las escaleras del lado derecho para adquirir tablas de madera comprimida y acuarelas. No se detenga si en los escalones descubre escrito con letras de colores el mandato “BÁJAME” en el momento en que usted intentara subir. Doscientos metros más tarde compre un poco de agua en la tienda del lado izquierdo, y guárdela en su mochila pues servirá para la acuarela que ha comprado; usted beba su café mientras espera el intervalo en el fluir de los autos para cruzar la primera gran avenida.
Junto al semáforo, aún en verde, voltee hacia atrás y de reojo contemple, en el tercer piso del edificio que hace esquina, el anuncio de un “Taller deyabú”. Sonría evocando a Bretón y vuelva a la realidad cuando alguien le diga que sólo se han borrado las letras que anunciaban un “Taller de prosperidad y abundancia”.
Dé el último sorbo a su café y póngase alerta para cruzar el eje vial, entre un regimiento de transeúntes que no tendrá tiempo de mirar detenidamente, en su afán por encontrar un bote de basura. Hay quien se duele por tirar un chicle y hay quien tira su propio auto inservible a media calle. Camine más rápido, no se distraiga, más rápido, y ya a salvo, tire el vaso en el bote de basura y tuerza por donde el viento le indique.
Al llegar a las calles más estrechas, el viento no conseguirá pasar, de manera que espere a ver dónde se sigue de largo, pues ésta será la señal que espera. Antes de que se le escape, saque de su mochila una pinza para detener al viento y déjelo sujeto al cartel de propaganda política que se encontrará en la esquina, es sabido que suelen estar sujetos con hilo metálico que nadie puede romper, si el viento lo consiguiera, será un bello espectáculo el verlo luchar para liberarse desesperadamente. Luego, entre usted en el callejoncito, y a partir de ese instante, utilice su hilo de Ariadna, su hilo negro recién descubierto, para marcar el camino de regreso. Cúbrase con un pañuelo la cara en este tramo, pues encontrará sólo polvo olvidado de obras tan negras como su hilo, que abandonaron también sus materiales a mitad de la calle. Atienda al cartel que han puesto los albañiles en el agujero de la alcantarilla sin tapa: “Cuidado, no se apendeje”. Manténgase alerta, podría tropezar con un ladrillo. Tome sus precauciones y haga alto total, si es que ha decidido de nuevo contemplar las maravillas de los linderos, y rastree en el último piso de un añoso edificio, un ventanal que exhibe un altero de archivos que se amontonan hasta alcanzar el techo, sin dejar ni siquiera un mínimo resquicio para que usted pueda avistar a Gregorio Samsa, trabajando en su oficina gubernamental. Tenga piedad por la cucaracha que se cruza en el camino y continúe. Deténgase a mirar la torre de telecomunicaciones. Quizá un supermán, medio calvo y obeso, cruce volando frente a ella. Sobrepóngase y siga su camino. Busque el sendero de los chivitos acalambrados, ya listos para la birria, y diga que nada huele, si al pasar, le llegara el aroma a mariguana. Una nariz honorable no reconoce ese aroma. Diga que huele a flores, las más exóticas que podrían comprarse en el mercado. Diga que huele a comida. Si espera un poco, saldrá una mesera con el mismo rumbo que usted lleva, pues el novio ya la espera en la plaza y es su hora de descanso.
Atraviese una nueva avenida, esta vez no será tan grande. Se dará cuenta de que un gran parque, poblado de columpios y una fuente, surge de pronto hacia la izquierda. Ignórelo, niegue del todo su existencia, pues tendría la tentación de ir a sumergir sus manos en el agua, como ya hace el chico de rizado cabello que tiene piernas suficientemente largas como para retomar la expedición en dos zancadas. Sea prudente y mantenga el ritmo sosegado de su paso que no está para carreras contrarias al espíritu contemplativo que le anima.
Cuando sienta que las calles se vuelven diminutas, cuando empiecen a arroparla en un abrazo que la circunda y vagamente la atemoriza como una trampa, sabrá que ya se acerca a su destino, mas no se anticipe ni retroceda, continúe un poco más pues se trata tan sólo de la antesala. Si dibuja con sus propios pasos una “zeta” invertida, habrá llegado a la plaza. Cruce por fin la cerca, y en silencio salude a los lares de lugar. Encuentre su sitio frente a la palma que desee y tome la posesión efímera de su espacio público.
Cuando termine su dibujo, tome el hilo para pescar y con él, ate a la palma su propio retrato para ver cómo el anzuelo cumple su función. Utilice la mampara para colgar el dibujo que ha hecho de la camioneta roja a la cual le hace falta una llanta. Su espléndido color amarillo es el lugar perfecto como contraste. Un cardumen de niños vendrá a robar sus obras mientras el comedor de las palomas se ve abarrotado de comensales. Para entonces se habrá percatado de que las bancas del parque tienen tamaño King zise donde algún menesteroso duerme la siesta, mientras su hijo se calza torpemente sus enormes tenis para andar a tropezones por toda la plaza. Sienta envidia y ternura por esa familia que le deja entrar a la intimidad de su hogar expuesta a media plaza. Pruebe por un instante a tenderse como ellos en una banca y sienta frío bajo los árboles perennes. Vea las nubes de palabras que se han formado a su alrededor, escritas por los jóvenes artistas que intentan comprender la naturaleza más profunda del espacio urbano. Imagine que lleva puestos los lentes mágicos de Ilana y rastree los dibujos que han dejado en la plaza. Escuche el carrillón que entre las ramas de los árboles entrevera las notas de “la Paloma” y musite apenas su canto, para no importunar a los novios que se acicalan distraídamente.
No haga caso a ningún otro tipo de mapas. Se sabe que el buen Borges, estrábico ya de tanto leer, solía hacer en Buenos Aires sus largas caminatas siempre en línea recta. La desubicación en el tiempo y el espacio son derechos del poeta y sólo caminando de esa manera podía regresar al punto de partida. Su visión acostumbrada a la distancia de un libro sufría agorafobia al salir de su hábitat: bibliotecas, librerías, su propio estudio.
Alguna vez visitó la ciudad de México y quiso dejarse guiar por un mapa que en las manos llevaba María Codama. Automóviles y puestos de tacos y fayuca les impidieron el paso. Luego del memorable suceso, la calle recibió en su honor el nombre “Niño Perdido”. Después de esa traumática experiencia, Borges prefirió meterse debajo de una escalera y ahí fue donde descubrió el Aleph a través del cual pudo visitar los más recónditos parajes del planeta. Visitó Petra y Xilitla. Estuvo en Palermo y Cagliari. Conoció las Galápagos y el Tajín. Fue al incorporarse, que la escalera le golpeó la frente dejándolo ciego por completo. Algunos vestigios quedan en las calles del Centro de la Ciudad de México de aquel gigantesco e hiperrealista mapa que llevaran los célebres viajeros.
Quien camina por la plaza Carlos Pacheco puede encontrase en días de lluvia, algún fragmento del famoso documento, con los colores ya desleídos, característicos de todo objeto abandonado en el espacio público
Plaza Carlos Pacheco, Ciudad de México, junio de 2010
D.R.
Por Leticia Herrera Álvarez
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